(Esta es la primera contribución del filólogo español Alberto Gómez Font para Huele a Error.)
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Es muy probable que aquella visita a la casa del coleccionista me marcase para siempre, y digo que es muy probable porque estoy casi seguro de que allí comenzó mi afición por las colecciones, estoy convencido de que visitar ese sitio fue el detonante, si bien ya había visto algo en mi propio hogar, pues doña Catalina Font Vallbona, mi madre, gustaba de juntar sellos —en Colombia las llamábamos estampillas—, monedas, y tarjetas postales.
No logro recordar cómo se llamaba aquel amigo de mi padre, ni siquiera su oficio; sí recuerdo en cambio, con viva precisión, la localización de su casa, en el barrio de Los Alpes, en la ciudad de Pereira, en Colombia. Tampoco recuerdo si fue una sola visita o fueron varias; pero sé que con una bastó, pues guardo en un rincón de mi memoria fotográfica algunas imágenes muy nítidas de lo que allí admiré con mis ojos de niño de ocho años.
Nunca se me olvidará aquella pistolita metálica de unos cuatro o cinco centímetros que disparaba minúsculas balitas —calculo que de un calibre de 1,5 mm— también metálicas, con su correspondiente carga de pólvora. Tampoco se borrará nunca de mi retina la enorme colección de lápices, bolígrafos y estilográficas ordenados sobre un enorme tronco al que le habían hecho cientos de agujeros cilíndricos donde estaban colocados aquellos adminículos de escritura. Entre ellos vi por vez primera un bolígrafo que escribía con cuatro tintas diferentes (azul, negra, roja y verde), y vi también otros en los que había imágenes de muchachas vestidas de baño y que al ponerlos boca abajo, como por arte de magia, las chicas quedaban desnudas.
Mi primera colección fue compartida, o más bien repetida: mi amigo Carmelo Flores y yo comenzamos al mismo tiempo, en la década de los sesenta, nuestras colecciones —idénticas— de automóviles en miniatura de la marca Mini Cars, fabricados en España. Todavía conservo algunas piezas de aquella época.
Más o menos contemporánea fue mi colección de insignias metálicas —hoy conocidas como pins— de los clubes de fútbol de Colombia, a las que se fueron añadiendo algunas que me mandaban mis parientes desde España y otras que no eran de equipos balompédicos sino de propaganda de bebidas, camisas, ciudades…
Poco tiempo más tarde, ya en España, en Barcelona, comenzaron a inundar las paredes de mi habitación las colecciones de banderines y de cajetillas de tabaco, de las que ya apenas quedan algunos rastros en mi memoria y en el fondo de alguna maleta en el desván. Allí, en Barcelona, comenzó y terminó otra colección, esta muy importante por las horas que le dediqué: la de coches de carreras de las pistas eléctricas marca Scalextric.
Una vez instalados en Madrid, ya en la década de los setenta, descubrí un gigantesco depósito de objetos susceptibles de ser coleccionados: El Rastro, el mercado semanal de cosas viejas y antiguas que ocupa un montón de calles cada domingo en el Madrid más castizo.
Allí comenzó y terminó una importante colección de encendedores metálicos de gasolina de la primera mitad del siglo XX. También allí coleccioné, para mi hermana, cajitas metálicas de medicamentos, cigarrillos, galletas… todas de lata serigrafiada del primer tercio del siglo pasado. Y allí mi hermana y yo tuvimos durante algunos años un puesto en el que vendíamos juguetes de papel impresos desde 1920 hasta 1940 —más o menos—, entre los que había colecciones de cromos, libros con dioramas y recortables de casas, muñecas con sus vestidos, soldados, aviones militares, tranvías, automóviles… De ahí salió, cómo no, otra de mis colecciones: la de recortables de papel, y casi por contagio comenzó otra: la de juguetes de lata de principios del XX.
Son también del Rastro de Madrid la mayoría de las cajitas de taracea granadina —también hay alguna de Damasco y de El Cairo— que aún colecciono, y no solo para mí, pues de ya hay otras dos colecciones de las mismas cajas de madera que nacieron de la mía: una en la casa de un amigo pintor, a las afueras de Madrid, y otra en Quilmes (en la Argentina) sobre la mesa del salón de una amiga traductora.
En ese mismo mercado madrileño comenzó la más vistosa y numerosa (y quizá también la preferida) de mis colecciones: la de cocteleras. No la empecé para mí, sino para mi amigo Javier de las Muelas, que acababa (allá por 1980) de abrir una coctelería en Barcelona: el Gimlet, en la calle del Rec. Javier sabía que yo tenía un puesto en el Rastro y me pidió que le comprase las cocteleras que encontrara por allí; así lo hice y en una primera entrega le llevé ocho, algunas muy especiales. Otro viaje más a Barcelona cargado de cocteleras y un regalo de mi tío Martín Gómez de Santamaría cambió el rumbo de aquella colección: estaba hospedado en su casa de Ibiza y vi una coctelera de plata que me fascinó (de dos piezas, fabricada en la Argentina); él no dudó en regalármela y aquella fue la primera pieza de las muchas, muchísimas, que desde entonces han ido llegando a mis manos. Javier de las Muelas tiene su colección y yo tengo la mía (quizá algún día se junten ambas)[1].
Mis viajes, cada vez más frecuentes, por distintas ciudades del mundo han contribuido mucho al crecimiento de esa colección —ya hay más de trescientas—, en la que hay cocteleras adquiridas en el Rastro de Madrid, en el pulguero de Bogotá, en el mercadillo de la calle 29 de Nueva York, en el marché aux puces de París, en el mercado de San Telmo de Buenos Aires, en los zocos de Fez, Marraquech y Damasco, en los puestos callejeros dominicales de Washington, Los Ángeles y Miami, en los anticuarios de Roma, en el bairro alto de Lisboa y en muchos otros rincones por los que he tenido la suerte de pasear.
Esa colección de cocteleras lleva adjuntas otras dos que la complementan: la de adminículos de bar relacionados con la coctelería; ahí se van juntando medidores de licor, vasos mezcladores, cucharillas, coladores, frascos goteros… Y la de libros de coctelería.
Algunos dicen que mi encantamiento con Tánger se debe a que viví en esa ciudad en alguna de mis anteriores reencarnaciones, y la verdad es que muchas veces, paseando por sus calles, he percibido sensaciones de dejá vu que me han hecho pensar en esa teoría. Sea por lo que sea, la cuestión es que Tánger me gusta mucho y he pasado allí algunos de los ratos más agradables de mi vida; de ahí que haya otras dos colecciones derivadas de esa relación: la de postales antiguas de Tánger y la de libros sobre esa ciudad. Está muy relacionada también con las dos anteriores la colección de cuadros de ambiente norteafricano que forran las paredes del salón de mi casa, del recibidor y de mi dormitorio.
Otra de mis colecciones, la de gramáticas y diccionarios del dialecto árabe marroquí, se debe a que al terminar mis estudios de Filología Árabe me dediqué algún tiempo a investigar sobre esas publicaciones escritas por funcionarios, militares, clérigos y profesores españoles durante los años en los que España tuvo su protectorado de Marruecos.
El primer manual de estilo que llegó a mis manos fue el de la Agencia Efe (Madrid, Castalia, 1980, 2.ª edición), allá por octubre de 1980, y desde entonces soy uno de los coautores de ese libro, que ya va por la 17.ª edición, con el título de Manual de Español Urgente. Mi trabajo en el equipo de lingüistas creado por Luis María Anson y bautizado como Departamento de Español Urgente me ha hecho aficionarme a ese tipo de libros y, cómo no, me llevó a coleccionarlos. Además, ya no soy solamente coautor del manual antes mencionado, sino que mi nombre aparece en varios más, bien sea como, coordinador, colaborador o miembro del equipo de redactores.
Dejo para el final la colección que, junto con la de cocteleras, lleva más años ocupando mi tiempo, aunque esta sea la única que no me ha costado dinero: desde hace veintiocho años, consciente o inconscientemente, vengo coleccionando errores lingüísticos cometidos por los periodistas. No tengo ni idea de cuántos hay; no los he contado nunca ni pienso hacerlo, pero son muchísimos, y es una colección, como aquella primera de los Mini Cars, compartida con otras personas que, como yo, se dedican a buscar y rebuscar en revistas, diarios y noticieros de radio y televisión. En ella hay errores ortográficos, tipográficos, morfológicos, sintácticos, léxicos, extranjerismos, vulgarismos, anacolutos, redundancias… Toda una miscelánea de los errores que, bien sea por descuido o por ignorancia, cometen los profesionales de los medios de comunicación, aunque también pueden deberse a que son errores incrustados en la lengua general y los periodistas se limitan a reflejarlos.
Es una colección nutrida y vistosa, pero le falta algo importante: me limité a buscar y juntar los errores para poder mostrarlos, para poder decirles a quienes los cometieron que deberían prestar más atención al usar su principal herramienta de trabajo —la lengua española—, pero nunca me detuve ni un minuto para contar los aciertos, para ver cuántas palabras y cuántas páginas de periódico, cuántas horas de noticiarios de radio y televisión hay que repasar para encontrar una pieza más que pueda sumarse a mi colección de fallos.
Adolece esa colección, además, de un mal incurable que es propio de ella y de ninguna más: hay piezas que poco a poco van perdiendo el lugar que ocuparon hasta que llegan a ser expulsadas para siempre; nunca más podrán formar parte de la lista de errores pacientemente recopilados por el coleccionista. En la mía eso ya ha ocurrido muchas, demasiadas veces, tantas que he llegado a temer que ese mal se expanda y actúe cada vez más rápidamente.
El primero en caer enfermo y desparecer al poco tiempo de mi colección fue el verbo incidir. Entró en ella en 1980 y en la ficha decía que se estaba usando erróneamente con un significado que no tenía: el de repercutir, pues en ese momento, la definición oficial de incidir era ‘caer o incurrir en una falta, error, extremo, etc.’ y, en cirugía, ‘hacer una incisión o cortadura’. Cuatro años más tarde, en 1984, con la publicación del Diccionario Manual de la Lengua Española (de la Real Academia Española), detecté que había caído enfermo y pronto abandonaría la colección, pues en ese nuevo libro ya aparecía con el significado de ‘repercutir, causar efecto una cosa en otra’. Pero aún podía salvarse, porque aquel no era un diccionario normativo, mas cinco años después le llegó la sentencia de muerte: en la vigésima edición del Diccionario de la Lengua Española, (Real Academia Española, 1989), este sí de carácter normativo, se corroboraban los malos presagios y aquel verbo debía salir por la puerta trasera de mi colección de errores; ya no podía considerarse equivocado su uso con el significado que nueve años antes censurábamos los correctores de estilo.
Otro verbo que corrió la misma suerte, aunque su enfermedad fue mucho más larga y penosa, fue nominar: años y años (lo capturé en 1980) ocupó un lugar destacado en la lista de errores, pues, por influencia del inglés, por culpa de lo que los traductores conocen como falsos amigos, se estaba usando en español con un significado que en aquel entonces no tenía en nuestra lengua, pero sí en el inglés nominate, el de ‘seleccionar a alguien o algo para optar a un premio’. Así, cuando llegaban a mi despacho las noticias sobre los premios Óscar de cinematografía y en ellas se repetía una y otra vez aquello de «las películas nominadas» y «los actores nominados», me guardaba esos errores para mi colección y le indicaba al redactor de la información que debía decir «las películas seleccionadas» y «los actores candidatos».
El primer aviso de que nominar saldría algún día de mi colección lo recibí en 1984, cuando apareció el mentado Diccionario Manual de la Lengua Española, en el que, además de su significado tradicional en español (‘dotar de un nombre a una persona o cosa’), aparecía este otro: ‘Elegir o señalar a uno para un posible cargo, dignidad, premio, etc.’, es decir, el sentido de ese verbo en inglés. Pero volvió la calma y pasó el susto durante algunos años más, pues en las dos siguientes ediciones del Diccionario de la Lengua Española, (Real Academia Española, 1989 y 1992) seguía apareciendo con el significado de siempre. Esa tranquilidad casi me aseguraba que nominar seguiría en mi colección de errores, pero hoy ya no está, ya tuve que echarlo, discretamente, por la puerta trasera, pues en la 22.ª edición del Diccionario (del 2001) ese verbo aparece con tres acepciones: ‘dar nombre a alguien o algo’, ‘designar a alguien para un cargo o cometido’ y ‘presentar o proponer a alguien para un premio’.
Además, muy pocos hispanohablantes conocen o utilizan la primera de esas definiciones. Yo no conozco a nadie que nomine al gatito o al perrito que acaba de adoptar como mascota…
Hubo otros dos errores que por su propia identidad ocuparon durante años los lugares undécimo y duodécimo de la colección: las palabras decimoprimero y decimosegundo, que se consideraban como ajenas a la norma culta, a pesar de que tenían hermanas muy parecidas, como decimotercero, decimocuarto, decimoquinto… Ahora tampoco están, ya no ocupan esos lugares ni ningún otro, pues desde la aparición, en el 2005, del Diccionario panhispánico de dudas (de la Asociación de Academias de la Lengua Española), pasaron a ser correctas, es decir, desaparecieron como errores.
Y aunque ya tuve que retirar de mi colección al adjetivo desparecibido, me resisto a usarlo con el significado que antes era erróneo y ya no lo es más: el de inadvertido. La única vez que oí ese adjetivo bien usado fue en Tijuana, en la casa de mi amigo-hermano Jorge de Buen Unna, una noche en la que tomábamos tequila reposado y conversábamos en el salón y mi anfitrión vio que mi vasito estaba vacío y exclamó: «¡Alberto, te tengo desapercibido!», mientras me observaba con cara pícara esperando mi reacción ante su guiño lingüístico.
Conservo varias de las diecinueve colecciones anteriores y me gustaría mucho haber sabido conservarlas todas… Bueno, todas menos una: la última. No está a la venta, no pienso subastarla en internet, está a la disposición de quien piense que puede servirle para algo; pero quien avisa no es traidor: no sirve para nada si no se cuentan también los aciertos y para eso hace falta invertir mucho tiempo, tiempo que prefiero gastar paseando por los mercados de trastos viejos en busca de cocteleras, libros y cajitas de madera. Además, hay que estar siempre muy pendiente, demasiado pendiente de ella, pues nunca sanará de su enfermedad, de ese mal que hace que decrezca por un lado mientras crece por el otro.
Alberto Gómez Font
Madrid, primavera del 2008
[1] Tras escribir esas palabras entre paréntesis tomé el teléfono y llamé a Javier de las Muelas para contárselas; me contestó desde el Chinatown de Nueva York y me contó que por la mañana había estado en el fly market (el Rastro) de la calle 29 y había comprado varias cocteleras.
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