9 ene 2009

Recomendación de Fundéu: «hebreo» no es sinónimo de «israelí»

La Fundación del Español Urgente recuerda que los términos hebreo, judío e israelita no deben emplearse como sinónimos de israelí.Los términos hebreo, judío e israelita funcionan solo como sinónimos en su sentido histórico (relativo al antiguo pueblo de Israel) y en su sentido religioso (referido a aquellas personas que profesan la religión judía y a todo aquello propio de los judíos).Israelí, sin embargo, designa a aquellas personas que viven en el moderno Estado de Israel (los israelíes pueden profesar cualquier religión, no necesariamente la judía). Igualmente, el término israelí es el correcto para referirse a cualquier institución política u organización de dicho Estado.

Por este motivo, en las informaciones referidas al conflicto en la franja de Gaza no son correctas frases como «El ejército hebreo continúa el ataque contra Gaza» o «El ejército hebreo respetó ayer el alto el fuego de la ONU en líneas generales» pues debe decirse «El ejército israelí continúa el ataque contra Gaza» o «El ejército israelí respetó ayer el alto el fuego de la ONU en líneas generales

7 ene 2009

Bienvenido, 2009

Siento un dolor de estómago tremendo. Me pasa cuando me topo con errores de este calibre...


El célebre periódico El Faro ha cometido recientemente yerros de los más dolorosos. La cotidiana faena de conversar con mis amigos me ha nutrido de estos dos tropiezos que, por ser ortográficos, son más absurdos en un medio de comunicación.

El texto titulado “En El Mozote, la orden fue: lo que se mueva se muere” comete el primero de la lista de la vergüenza.

El penúltimo párrafo dice:

Hoy, alejado de aquella buyicia de los combates, Efraín Fuentes, hace sus reflexiones sobre lo que para él significó ir a combatir:

En primer lugar, esta palabra tiene género exclusivamente masculino. En segundo lugar, muchachos, se escribe con el dígrafo ll; es decir, bullicio. Nada cuesta, si se desconoce cómo se escribe una palabra tan sencilla como esta, agarrar uno de tantos diccionarios y salir de la duda, para evitarnos esta agresión al lenguaje.

***

El siguiente caso también es digno de llanto. En la sección La Frase, de esta semana, se lee:

"¿Porqué no viene a amarrarme? "

Más allá de extrañarme por este error, creo que debemos explicar más didácticamente: según el Diccionario panhispánico de dudas, porqué es un sustantivo masculino que significa ‘causa o motivo’. Se usa precedido de determinante y su plural es porqués.

Sin embargo, esa palabra no es a la que El Faro quiere referirse. El mismo diccionario, disponible en el país en muchas librerías, además de estar disponible en internet (sí, en minúscula), explica que ese porqué no debe confundirse con por qué, combinación de la preposición por y el pronombre o adjetivo interrogativo o exclamativo qué: «¿Por qué me has hecho eso?» (GaMorales Lógica [Esp. 1990]); «Aún no sé por qué razón he venido».

Para hacer más sencillo el asunto: en este caso es una pregunta, y debió escribirse por qué, separado.

5 ene 2009

LO QUE SABE EL PALADAR

Sergio Ramírez

Mi mujer se burla de mí diciéndome que soy un cocinero teórico, que habla del gusto por la comida y lo ejerce de manera generosa, pero que no se acerca por las cocinas y no conoce por tanto los método prácticos que llevan a consumar un buen plato. Tan buen teórico soy, que el año que viene espero haber concluido mi Diccionario de Alimentos de Nicaragua, que llevará por título “Lo que sabe el paladar”, con 2.000 entradas, y más de 400 recetas de platos nicaragüenses, muchos de ellos en extinción.

Así, cuando fuera de Nicaragua se nos pregunta entre amigos cuál es nuestro plato principal, deja condescendiente que me extienda en una prolija descripción para explicar como se prepara la carne en vaho, que ella sabe hacer de maravilla, y yo, por supuesto que no, cecina de res salada y secada al sol compuesta en una olla de barro con yuca, y plátanos verdes y maduros, todo acomodado en un envoltorio de hojas de chagüite y sometido por horas a la cocción al vaho, o vapor, del agua vertida en el fondo de la olla, un plato de indudable raíz africana pasado por mutaciones mestizas en la hacienda ganadera a lo largo de los siglos de la colonia.

Ella lleva razón en lo de que soy un cocinero teórico, pero el alejamiento de las cocinas no es mi culpa, porque desde niño me ahuyentaron de allí como el peor lugar donde puede entrar un varón, y ya sabemos que la palabra cuque, que viene del inglés cook, cocinero, tuvo siempre connotaciones burlonas respecto a la hombría. Un niño que quería meterse en la cocina era igual a otro al que sorprendían jugando con muñecas.

Ahora es más común ver a los hombres arrastrando los carritos por los pasillos del supermercado, mientras leen con cuidado la lista que les ha elaborado su mujer. Pero antes resultaba raro que alguien del sexo masculino se adentrara en los laberintos de un mercado popular a tantear tomates y chiltomas, a oler un melón por el fondillo para saber si ya está maduro, o a discutir con las vivanderas el precio de las carnes que cuelgan de los tramos.
Eso de tener los hombres vedada la entrada a las cocinas y a los mercados de víveres, es una costumbre ancestral que nos viene de los tiempos anteriores a la conquista española, como podemos leerlo en la Historia General y Natural de las Indias de Fernández de Oviedo de 1535, quien cita al fraile Bobadilla:

“Ninguno del pueblo (que sea hombre) no puede entrar en el tiangue (que es la plaza del mercado) a comprar ni á vender ni a otra cosa ni pararse á lo mirar desde fuera; y si lo miran les riñen, y si se entrasen les darían de palos y los tendrían por bellacos y cualquiera que por allí se hallase o pasase…y a los dichos mercados van todo género de mujeres, y aún los muchachos (si no han dormido con mujeres). Allí se venden esclavos, oro, mantas, maíz, pescado, conejo y caza de muchas aves, é todo lo demás que se trata o vende o compra entre nosotros de lo que tenemos y hay en la tierra y se trae de otras partes...”

Ya ven pues, que para que un hombre pudiera entrar a un mercado, debía cumplir con el requisito de no haber tenido experiencias sexuales con mujeres, la misma virginidad que se exigía a las vestales en los templos griegos. Y los que no, se exponían a ser apaleados, aunque sólo fuera por mirar de lejos los ayotes, chayotes y pipianes, las sartas de pescados mareños o de agua dulce, y los garrobos y las iguanas amarradas de pies y manos.

De modo que mis únicas experiencias culinarias son aquellas cuando me ha tocado vivir en el extranjero y he debido no solamente cocinar, sino también lavar los platos. Que me desmienta mi mujer. En los años setenta de nuestra estancia en Berlín, un amigo venezolano que había vivido en Bolonia me enseñó a preparar espaguetis al dente, y mejor que eso su salsa boloñesa con pomodoros secados al sol, y también la masa de las pizzas haciéndola crecer al amor de la calefacción de invierno en nuestro apartamento del viejo barrio judío de Wilmarsdorf; y en mis temporadas en Washington y en Los Ángeles he sabido ir más allá del rito de las latas para todo y de las comidas congeladas, hasta las alturas del pollo a la parmesana, para no olvidar las sopas de res de sustancia y olor nicaragüense que ensayo comprando sus ingredientes en los mercaditos latinos, donde la yuca suele venir de Tanzania y las hojas de plátano soasadas para los nacatamales se importan desde Tailandia.

Por esos caminos culinarios que recorro con alegría, a veces con timidez, y otras con el temor reverente que se tiene siempre por lo desconocido, he aprendido a preparar también sabias variantes del gazpacho andaluz, por ejemplo, porque la cocina, como la escritura, es invención, cuando no asunto de intuiciones, y siempre materia de sabias proporciones.
Y por esa afición que tiene mucho de nostalgia por el cocinero que no fui, es que suelo expandirme en pláticas sobre cocina, que es un disfrute de la lengua como la comida misma es un disfrute del paladar, con lo que todo queda en la boca. Cuando llegó a mis manos hace años el Gran Diccionario de Cocina de Alejandro Dumas, obra de un novelista portentoso que no despreciaba su faceta doble de gourmant y de gourmet, comelón y sibarita, me dije: ¿por qué no? Y estoy a punto de terminar ese diccionario de que hablé.

La cocina es un asunto del paladar, pero también del olfato y del ojo, con lo que se vuelve una fiesta de los sentidos. Y de muchas maneras nos ayuda a saber quiénes somos, y de donde venimos. El gastrónomo francés Brillat-Savarin dejó en su libro ya clásico Fisiología del gusto, una juiciosa sentencia para los siglos: “dime lo que comes, y te diré quién eres”. Porque es verdad. Sabiendo lo que comemos, sabemos quiénes somos, aunque no nos dejen entrar a las cocinas.

Masatepe, diciembre 2008.
www.sergioramirez.com

30 dic 2008

Todos somos responsables

Despedimos este 2008 con los resultados de la más reciente encuesta de Huele a Error.

Gracias por leernos en este primer año de actividades. Esperamos seguir contando con su preferencia en 2009, un año que desde ya nos depara muchas sorpresas y muchas cosas que aprender sobre el lenguaje.

Ante la pregunta de ¿quiénes son los principales responsables por el mal uso del lenguaje en los periódicos?, los lectores respondieron:


Los editores 24%
Los periodistas 30%
Los correctores 8%
Todos 38%

22 dic 2008

Felices fiestas

El equipo de Huele a Error agradece su preferencia. Ha sido un muy buen ejercicio el que hemos hecho en estos pocos días. Les deseamos una feliz Navidad y un excelente año 2009.

Este es el último error de 2008:

En la entrevista "No hay que caer en la encuestitis", del periódico digital El Faro, se lee:

Usted dijo que no le queda la menor duda que Ávila va a ganar la presidencia y hace esta afirmación con base en la percepción de cómo recibe la gente a Rodrigo en sus visitas. ¿Dónde vemos reflejada su percepción en las encuestas?

El error que aquí hacemos notar es de los más sencillitos. Se llama queísmo.

Para identificarlo se sigue un procedimiento simple, casi infantil: si desde el "que" se puede sustituir por un "eso", entonces la oración está bien redactada. Pero si no, entonces hay un error de los más antigüitos.

Veamos: la menor duda que Ávila va a ganar la presidencia

¿La menor duda eso? Piiiiiiiiiiiiiiiiiip, error, no se puede...


La menor duda de eso. TARÁN, esa es la respuesta correcta.

La pregunta de ese periódico debió escribirse entonces así:

Usted dijo que no le queda la menor duda de que Ávila va a ganar la presidencia y hace esta afirmación con base en la percepción de cómo recibe la gente a Rodrigo en sus visitas. ¿Dónde vemos reflejada su percepción en las encuestas?

FELIZ NAVIDAD

17 dic 2008

Ya tenemos a los afortunados


LOS GANADORES DE LA RIFA NAVIDEÑA, CORTESÍA DE SANTILLANA, SON:


Primer lugar, Gramática descomplicada, de Álex Grijelmo: Francisco Antonio García Guzmán, licenciado en administración de empresas.

Segundo lugar, Diccionario de dificultades de la lengua española, de Santillana: Carlos Vladimir Portillo, redactor de Agencia de Noticias Efe.

Gracias a todos los que participaron. Gracias por sus correos desde México, España y Japón.

Huele a Error les desea feliz Navidad y un próspero y bien escrito año 2009.

16 dic 2008

El texto que Ortega no quiso publicar

Huele a Error tiene el honor de presentar el texto que vetó el Instituto Nicaragüense de Cultura al escritor Sergio Ramírez. En principio, este prólogo estaba destinado a una antología de los poemas del nicaragüense Carlos Martínez Rivas, todo a cargo del periódico español El País.

Aprovechamos, además, para agradecer a este escritor, una de las plumas más importantes de los últimos tiempos en el mundo hispánico, por permitirnos esta publicación.

Muy pronto habrá más textos de Ramírez, un nuevo amigo de Huele a Error.

***

Horno al rojo vivo

Sergio Ramírez

A la hora del desayuno de mis tiempos oficiales en el gobierno de la revolución ya estaba allí el correo de Carlos Martínez Rivas como si una mano invisible lo hubiera dejado sobre la mesa: un sobre de manila que había tenido antes otro uso, rotulado con su letra escolástica, firmes y elásticos arabescos de tiempos de empatador y tintero que enlazaban con sus rúbricas, como virutas, unas palabras con otras. Caligrafía de alumno díscolo del Colegio Centroamérica de Granada junto al Gran Lago de Nicaragua, mimado de los jesuitas, sobre todo del poeta navarro Ángel Martínez Baigorri, su mejor maestro, y mimado de las musas. Dóctor, se dirigí a mí en el sobre, o Doktor. Él era the poet, nada más el poeta.

Ya estaban allí también los informes oficiales, los recados tempraneros, los partes y las tiras de telex que ya no existen más, pero la avidez me llevaba de primero a rasgar el sobre de Carlos para encontrar, sino era otra vez su testamento ológrafo, porque varias veces fui su heredero universal honorífico y legatario otras tantas veces de su biblioteca, disposición esta última que llegó a anular bajo el temor, sic, de que “la convertiría en una biblioteca popular”, sus poemas aún envueltos en el dorado calor del horno: madeleines para mojar en la taza de te de tilo a la hora del asma en Combray, croissantes para comer de pie junto a la barra en los desayunaderos de piso cubierto de aserrín de la rue Monsieur-le-Prince, muy al alba aguardentosa, hora de la alta resaca, mareo nostrum, los tiempos aquellos en que Octavio Paz lo recuerda aparecer entre los amigos de la inquerida bohemia con una guitarra y una botella llena de ron.

Su casa de Managua en el barrio de Altamira, uno de esos colmenares construidos después del terremoto, era como una panadería. Aunque alguien dijera por allí, quizás nosotros dos mismos conversando en eterna risa que ya traíamos muertos de risa desde los años ejemplares que compartimos en la década de los setenta en Costa Rica, que él llamaba con risa Costa Risa, encerrados en mi oficina burocrática de San Pedro de Montes de Oca, o en su celda monacal del falso Hotel Sheraton de la Avenida Central de San José, nombre ampuloso para un albergue de media mala muerte que sus propietarios chinos habían inscrito en el registro de marcas y no había trasnacional del mundo que pudiera quitarles, o como una ocurrencia más de aquellas de las tertulias de anochecer discutiendo literatura con José Coronel Urtecho a la luz de lámparas tubulares en el corredor con barandas de la hacienda Las Brisas que daba al Río Medio Queso anegándose en tinieblas, aunque alguien dijera, digo, cualquiera de nosotros dos, que más que una panadería se trataba más bien de una cueva, la cueva de Altamira con sus bisontes en la pared y el minotauro hidrópico que era él mismo paseándose en pelota entre esos muebles que no eran de hogar, sino de oficina de impuestos porque casa y muebles se los había proveído el gobierno, para qué más servía una revolución sino para amparar a un poeta, acaso sobre su desnudez una robe de chambre amarilla como una capa pluvial esponjándose en el aire tibio de la mañana. Y el espejo y la navaja de afeitar cruzados sobre la bacía llena de espuma de jabón. Cueva, o torre.

A esa puerta de la panadería de Altamira en la Managua que hervía a cuarenta grados centígrados llamó Graham Greene un mediodía de los dichosos años ochenta y el panadero barrigón en robe de chambre amarilla, válgame Dios, pelo hirsuto y labios tumefactos, abotagado de gin barato como aquel de la Fábrica Nacional de Licores de Costa Rica, comprado por cuartas en el Chellez Bar y que sabía a Pinesol, no le quiso abrir, y our man in Managua se quedó en el porche donde crecía feraz, el monte. La zarza ardiendo. Llamó con mejor suerte Mario Vargas Llosa, suerte que conocía a Blanca Varela y tuvo entonces entrada, y en la boca del horno le propuso al fauno comprarle su tomo crítico de las cartas de Flaubert, un viejo Flammarion de postguerra, y no se lo quiso vender, ni por todo el oro del mundo, me dijo luego esponjando en orgulloso disgusto la boca.

Por nada del mundo vendería tampoco la reproducción de la foto de Baudelaire, obra de Nadal, fijada con chinches al estante, pero quién quita un día de estos se la roban, como tantas cosas que desaparecen aquí, en toda fábrica de pan ocurre, se roban los huevos, la mantequilla. Hasta los moldes. Tanto derelict (palabra suya preferida=a social outcast, vagrant) rodeando a su dioscuro coronado de pámpanos, pululando ya de noche entre los sacos de harina, hurgando entre los desperdicios, un cardumen de gorgojos que busca pedacitos de gloria, fragmentos brillantes dispersos por el piso sin barrer, y a quienes el panadero de barba entrecana, una barba de días, gozoso de su papel, dirige como si se tratara de las pulgas amaestradas de un circo venido a menos.

En ese cuarto -la alacena- están los libros en sus estantes y los viejos periódicos arpillados en mesas y en el piso donde andan los gatos, el viejo Poe que bota a su paso pelambre, el primero. ¡Amontillado! ¡Quién tuviera a su disposición un barril de amontillado aunque fuera en el rincón de la escena de un crimen! Huele por doquier a alcohol derramado, a orines estancados, a materia fecal, a desperdicios de cocina; pero aquí en la alacena toda la materia prima es apetitosa, aceite, harina, azúcar, sal: son los libros sabios y suculentos que uno siempre quisiera leer, libros citables, precisos, suficientes para confeccionar las hogazas de pan que se sirven en la fonda de Henry Fielding (Tom Jones, expósito, Libro I, Capítulo 1): los formidables portables de Penguin, ese Edmond Wilson, por ejemplo (y se colocaba imaginariamente el tomo bajo el brazo, dando un orgulloso paseo). O el sólido bollo, harina y levadura, que es Jude the obscure de Thomas Hardy, y qué me decís de Sons and Lovers de D.H. Lawrence, ¿y Der Tod des Vergil, de Hermane Broch?, la muerte de Virgilio, no menos que la otra muerte, La muerte en Venecia, Der Tod im Venedig de Thomas Mann, y Dirk Bogarde sudando en la barbería funeraria bajo el maquillaje espectral. Una pronunciación espaciada, declamatoria, de cada título, el goce sapiente de cada palabra, como lo haría seguramente en las tertulias de cinco de la tarde Alexander Pope conversando con Orlando, el caballero-mujer de Virginia Wolf.

Libros arrastrados en el aluvión de su vida, piedras, lodo, amores perdidos, guitarras despanzurradas como aquella su guitarra en bandolera con la que lo vio llegar Octavio Paz, Carlos trastejando las cuerdas en el bar ya sin clientes del Hôtel des Etats-Unis, y otros amaneceres con Blanca Varela, y Fernando de Szyslo, y Julio Cortázar, y Ernesto Cardenal, todos juntos en aquella mesa del fondo que se aleja en un zoom inverso hasta que el obturador de la cámara se cierra en oscuridad, eternos desconsuelos, rencores de bolero, él, que como San Juan de la Cruz lloraba por verse postergado, (a ti te premian, a mi me plagian, le dijo en un poema a Octavio Paz), manías persecutorias, desprecio fementido de la fama.

Lecturas insuficientes: no hay lecturas suficientes, Doktor, porque ser sabio del todo sería como la muerte según el Doktor Faustus de Thomas Mann. Libros metidos en cajas de leche condensada para atravesar el mar, handle with extreme care, y los que se quedaron perdidos en París, y los otros abandonados en el apartamento de Argüelles en Madrid cuando fue el consejero cultural de la Embajada de Nicaragua que deambulaba por los bares hasta las claras del alba, y los que reposan aún en una oscura bodega en Los Ángeles, California, en espera del regreso de su dueño, el empleado de aduana marítima, puntual cuando no estaba en las cantinas, de corbata y cuello duro, mangas cortas, un clerk, como Rousseau el aduanero de los leones apacibles en azul nocturno. Igual a como vestía cuando lo conocí en León en tertulia improvisada, en la casa de Edgardo Buitrago en mayo de 1964, yéndose ya a España a asumir su puesto en la embajada, y yo a Costa Rica a asumir el mío en el Consejo Superior Universitario Centroamericano, clerk=la persona que realiza tales funciones como llevar registros y atender correspondencia, el clerk (oficinista) que guarda en una gaveta del escritorio el libro que lee furtivamente, talvez las poesías escogidas de William Blake, talvez las de Emily Dickinson: At last, to be identified!/At last, the lamps upon thy side/The rest of life to see! (¡Al fin, ser identificado! ¡Al fin las lámparas a tu lado, lo que queda de vida para ver!)

Después, en esa casa de Altamira, la cueva que fue panadería, estaban las sartenes, colocadas en orden, donde esperaban para entrar al horno los textos en proceso (work always in progress). Se ve lo que no se toca. Carpetas rotuladas con plumones violeta, negro, marrón, a las que nadie puede asomarse, y sin embargo, todo mundo se asoma, todo mundo se siente en esta feria con el derecho de secuestrar esos manuscritos (mecanoscritos) para llevárselos como souvenirs, travestis sin fortuna, efebos indefensos como aquel del dormir plácido en el sótano del Louvre, erinnias mal disfrazadas de monjas, o peor, de vedettes, o de vampiresas, putillas, poetillas: si no estuviera el otro. El difuso terco mundillo del amanecer. La pululante línea de la imperfección y el anonimato…

Y finalmente el horno, la máquina de escribir, seriamente colocada sobre el escritorio de contador segundo, frente al sillón de vinilo estacionado a la distancia precisa. Su firma al pie de cada poema, cmr. La manía cmr ha llegado a consistir en sus constantes denuncias contra los tipógrafos primero, y las operadoras de computadora al acabarse los tipógrafos, porque cometen demasiados errores y arruinan los textos ¡La fatalidad de una letra trastocada, de la línea de un verso mal cortada, traiciones a la fidelidad! De modo que las cuartillas salidas de la máquina, y tecleadas con primor maniático-a veces con subrayados en rojo (llegó la hora en que esas cintas de máquina de dos colores dejaron, alas, de existir) iban directamente a la plana del suplemento literario, fotografiadas en vivo. Si es que iban, porque había aún una mejor manía, la de negarse a publicar sus poemas.


Pasaron los años. El horno, con su rojo fulgor de infierno, aventando chispas por la boca que traga las sartenes, no hay modo que no siga encendido en la cueva desierta del panadero que toda la vida pasó aprendiendo a actuar, a vivir, a beber como Baudelaire, la perfomance de su vida que fue toda su vida. Suyo el rescoldo del absintio, suya la resaca del ajenjo que tiñen de verde las llamas del horno y el cielo del paraíso, infierno de cielo. Un ensayo de infierno. Ensayo con trajes, hoy, dress rehearsal, y la gran gala, poet, suspendida por fuerza mayor. Pan duro, duro aprendizaje. La última sopita. La cama final de la sala J del Hospital Militar de Managua.

El coche funerario arrastrado por la pareja de caballos enclenques de cabezas empenachadas y los lomos cubiertos por un velo negro como de mosquitero, va por la Calle Real de Granada mientras los transeúntes se alinean extrañados en las aceras porque detrás la banda militar toca marchas dolientes. Y no hay manera que se aparte de la cabeza del muerto eximio el recuerdo implacable de su madre endeudada que se suicidó porque había dispuesto de las joyas que el Monte de Piedad le confiaba para colocar, sólo para que el hijo se hiciera poeta en París, el hijo pródigo, el hijo prodigio. Y la edición príncipe de un mil ejemplares de La insurrección solitaria, su único libro que siempre crecía o disminuía, según el caso, que se trajo de México casi íntegra y se comieron la humedad y las polillas en la bodega de un beneficio de café de la hacienda de un pariente suyo, cercana a Managua. ¿Hay un ataúd que clavan con gran prisa en alguna parte? Ce bruit mystérieux sonne comme un départ…

Y vestido ya para la gran gala, según la foto de Nadal, mantos y mangas de mujeres lo depositan en la obscura y helada tumba que se buscó. Y que viene a ser lo mismo según su San Malcolm Lowry y el mío, la oscura tumba donde yace mi amigo.

11 dic 2008

Siguen las tarjetas


Qué difícil la vida...


Recientemente explicamos que los pronombres demostrativos dejaron de tildarse desde hace ya varios años, y así queda registrado en las páginas de textos como el "Diccionario de la lengua española", edición 2001.


Se lo explicamos a El Faro, sí, y también le dijimos que la única razón para tildar este tipo de palabras es que exista un riesgo claro de anfibología, determinada por el contexto.


Pero lo volvieron a hacer.


El editorial de esta semana de ese periódico digital dice, en uno de sus párrafos:


En El Salvador vivimos en democracia desde 1992. Ésta implica que la autoridad sujeta a elección recae en quien el pueblo decida.


Pregunto: ¿no es obvio que ese pronombre está haciendo referencia al sustantivo democracia?


No queremos volver a dar la explicación gramatical de la última ocasión, así que por el momento solo remarcaremos este error en el que ha caído una vez más El Faro.

9 dic 2008

UN REGALO DE NAVIDAD PARA USTED




Gracias, amigo lector, por brindarnos algo de su tiempo durante estos pocos días de vida de Huele a Error. Nuestro equipo está convencido de que solo gracias a su lectura conseguiremos hacer que este proyecto dé pasos firmes.

Como un regalo de Navidad (sí, con mayúscula inicial), y con el apoyo del Grupo Editorial Santillana, abrimos hoy una rifa de dos libros que pueden ser de utilidad a periodistas o a público en general. "La gramática descomplicada", de Álex Grijelmo, y el "Diccionario de dificultades de la lengua española", de Santillana, son sus regalos.

Lo único que hay que hacer es enviar un correo electrónico a elerikrivera@hotmail.com que contenga la siguiente información: nombre, profesión y teléfono.



¡¡¡¡La próxima semana anunciaremos a los dos ganadores!!!!









3 dic 2008

Lo mismo, pero al revés


Me cuentan que ya hablaba, pero yo no lo recuerdo. Debe de ser cierto puesto que ya tenía tres años y lo normal es que a esa edad los niños hablen, y mucho. Es más, mi abuela Gonzala gustaba recordar una frase mía de aquellos años; contaba que una tarde, después de estar varias horas jugando en el jardín de su casa, subí las escaleras que lo comunicaban con la cocina y le dije: «¡Abueya, toy mueto de hambe!».

Poco tiempo después dejamos de vernos; dejé de ver a mi abuela Gonzala Santamaría y a mis abuelos Herminia Vallbona y Andreu Font, y también dejé de ver a mis tíos y a mis primos; tardaría ocho años en volver a verlos.

Sucedió que Pedro Gómez de Santamaría, mi padre, tuvo que abandonar España para evitar ir a la cárcel por un «delito político», y tras pasar una temporada en Glasgow, en la sede central de la empresa para la que trabajaba ―Fabra & Coats― le ofrecieron hacerse cargo de un puesto en la dirección de una planta recién inaugurada en Colombia, en la ciudad de Pereira.

Tres años tenía cuando, en 1958, Catalina Font Vallbona, Pilar Gómez Font ―mi madre y mi hermana― y yo aterrizamos en Bogotá y logré ver a mi padre esperándonos asomado tras una puerta. Desde allí, tras descansar, seguimos hacia Pereira, la ciudad en la que íbamos a vivir.

Supongo que pasó muy poco tiempo para que mi español de España (mi amigo Daniel Samper lo llama españolés) desapareciese del todo y de mis labios saliese únicamente la variante colombiana conocida como paisa, propia de la zona donde estábamos. El único recuerdo lingüístico de mis primeros días en el colegio, en kínder (así se llama allá al curso preescolar), es que mis compañeros de clase me pedían que dijese corasón como se decía en España y yo de inmediato respondía: «coraZón», imitando la pronunciación de mis padres.

La mimetización fue tan completa que en poco tiempo llegué a conocer y reconocer, gracias a la radio, la televisión y los viajes por Colombia, muchas de las otras formas del español de ese país y sus distintas cadencias. Mi colombianización lingüística fue absoluta, aunque en mi casa oyese hablar todos los días a dos españoles con acento de Reus y de Valladolid respectivamente. A tal extremo llegó la asimilación que aún hoy, muchos años después, hay personas que cuando me oyen por primera vez me preguntan que de dónde soy.

Al cabo de ocho años, en 1966, hubo un proceso inverso: volvimos a España, y ese colombianito con once años recién cumplidos siguió hablando paisa en su casa, pero renunció a él en la calle y en el colegio para no ser distinto. Me costó poco, pues me bastó con reproducir lo que siempre había oído en el hogar. Y ahí, de puertas adentro, seguí seseando y seguí tratando de usted a mi amá, a mi apá y a mi hermana. Hoy, cuarenta y dos años más tarde, sigo dirigiéndome en el más puro paisa a mi familia directa, y cuando visito Colombia logro pasar totalmente inadvertido.

Todas esa introducción es solo para explicar la profunda emoción que siento, de unos pocos años a esta parte, muchas mañanas cuando camino desde mi casa hacia la oficina ―en Madrid― y me cruzo con familias de inmigrantes hispanos que acompañan a sus niños al colegio: mis oídos se aguzan, persigo los sonidos de sus conversaciones y me deleito al percibir cómo los papás hablan con acento ecuatoriano, peruano, colombiano, boliviano, dominicano… y los niños les contestan con el español más madrileño de todos los madrileños. El mismo español en el que oigo conversar a los grupitos de niñas de uniforme que corren porque llegan tarde y cuyas pieles y facciones indican que son de aquí y de allá, y todas hablan igual.

Me emociono mucho, incluso dejo que de vez en cuando se me escape alguna lágrima, mientras pienso: lo mismo, pero al revés.

Alberto Gómez Font
Madrid, invierno del 2008